Cuenta Peter Biskind en su imprescindible libro Moteros
tranquilos, toros salvajes que William Friedkin, en la cumbre de su
carrera con los éxitos consecutivos de French Connection (1971)
y El Exorcista (1973), se comportaba como un chiquillo
caprichoso, colérico y dictatorial, que en los rodajes despedía impulsivamente
a cualquier miembro del equipo y que trataba con desprecio a los productores, a
quienes veía como seres inferiores intelectualmente sin derecho a interferir en
su trabajo artístico. Los mismos productores que sonrieron maliciosamente y se
frotaron las manos cuando Friedkin empezó a encadenar fracaso tras fracaso,
siendo el primero Carga maldita (1977), un batacazo que no
hizo más que anticipar la caída de otros compañeros de generación con ínfulas
de auteur, especialmente Cimino con La puerta del cielo (1980)
y Coppola con Corazonada (1982). Cineastas que gobernaron
Hollywood en los 70 y que, creyéndose invencibles, se dispararon en el pie
hipotecando sus carreras para siempre. De aquella hornada, sólo Scorsese y
Spielberg, cada uno a su manera, se mantienen aún en primera línea en este
siglo XXI.
En definitiva, que desde finales de los 70 hasta
hoy, la trayectoria de William Friedkin se ha movido entre la medianía, el
olvido y la escasa repercusión. A veces de manera injusta, como en el caso de
ese estupendo, vibrante y muy reivindicable policíaco, Vivir y morir en
Los Ángeles (1985), una de mis películas favoritas, por cierto, o Jade (1995),
buen thriller erótico a la estela del éxito de Instinto Básico.
Pero a sus 77 años, Friedkin ha demostrado tener
todavía mucha mala uva y muchas cosas que contar con Killer Joe,
una película de 2011 que todavía no ha llegado a nuestros cines, como tantos
otros interesantes films perdidos e inéditos por estos lares, en un nuevo
ejemplo de la miopía y la deficiencia de la distribución española.
Todo en Killer Joe es
maloliente suciedad, física y moral, filmada sin medias tintas, escupida en la
cara del espectador. Friedkin dibuja unos personajes, todos ellos en mayor o
menor grado, despreciables, que se mueven mezquinamente en extrarradios y
suburbios de atmósfera malsana, y saca de sus cinco actores principales interpretaciones
sobresalientes, como la de un atípico Matthew McConaughey, demostrando una
capacidad interpretativa muy por encima de los productos bobalicones que
jalonan su filmografía.
La
intensa y desconcertante secuencia final, con una explosión de violencia que
salpica a todos los protagonistas, nos recuerda lo buen director que ha sido,
que es, Friedkin, y nos deja también una evidencia algo triste: que, por las
circunstancias que sean, se ha desperdiciado, durante demasiados años, a un
gran cineasta.