A pesar de que desde hace
ya algún tiempo había dejado de estar en la primera línea de Hollywood, durante
las décadas de los 80 y los 90 incluir a Robin Williams en los créditos de una
película era sinónimo de éxito prácticamente asegurado. Muchos de los
personajes que interpretó, y que forman una galería tan extensa como
variopinta, ocupan un lugar de honor en la memoria colectiva de varias
generaciones. No pueden decir lo mismo muchos intérpretes con mayor
reconocimiento.
Tras la inesperada e
impactante noticia de su muerte, cientos
de obituarios han rememorado al entusiasta locutor de radio de Good Morning
Vietnam, al humanista profesor Keating de El club de los poetas muertos, al
vagabundo pirado de El rey pescador, y al oscarizado terapeuta de El indomable
Will Hunting. Personajes todos ellos destacables, y que sin duda dieron
consistencia a su carrera, pero que parecen haber eclipsado al Williams que a
mí más me gusta, el del cine familiar y la comedia, géneros que una vez más, quizá
inconscientemente, han quedado relegados en estos homenajes a un segundo plano,
como si no fuera serio o respetable recordar al fallecido con estas películas.
Paradójicamente, yo siempre
recordaré a Williams como ese Peter Pan maduro y amnésico que vuelve al País de
Nunca Jamás; a esa Efigenia Doubtfire pasando la aspiradora al ritmo de
Aerosmith y lanzando un limón a la cabeza de Pierce Brosnan; a ese gay judío
que regenta un drag club en Miami y que se mete en un desternillante enredo
para salvar la boda de su hijo; o a ese doctor Kosevich más nervioso que los
futuros padres en Nueve meses, perdido entre el ruso y el inglés confundiendo
epidermis con epidural.
Williams era principalmente
un cómico, y a mucha honra, y como tal, dio rienda suelta a su verborrea, a su
gusto por imitar voces y acentos, y a su histrionismo en estos títulos y en
otros donde sólo escuchamos su voz, como el genio de la lámpara de Aladdin, o
Happy Feet.
Pero además del Williams cómico y del Williams dramático, también estaba el Williams oscuro, igualmente convincente y reivindicable. El mismo actor que nos hacía reír o llorar, también sabía provocarnos un escalofrío, metiéndose magistralmente en la piel de psicópatas como los de Retratos de una obsesión e Insomnio. Lástima que esas interpretaciones no tuvieran en su momento una merecida repercusión.
Su muerte a los 63 años ha sacado a la superficie una vida marcada por distintas etapas de adicciones y depresiones. Mientras escribo esto, recuerdo aquello que le decía a Pacino en Insomnio: No te preocupes Will, podrás dormir cuando estés muerto. Y ahora soy más consciente que nunca de que su gesto más característico, esa cariñosa sonrisa que vimos tantas veces en pantalla, también escondía mucha tristeza y melancolía.