martes, 13 de marzo de 2012

LA INVENCIÓN DE HUGO

Estoy hasta el gorro de los puristas de Scorsese, ésos que sólo le permiten hablar de gánsteres y de Nueva York, de Nueva York y de gánsteres. Ésos que están todo el día dando la matraca con Taxi Driver, Toro Salvaje, Uno de los nuestros y Casino. Los mismos que rechazan o apartan desdeñosamente como si fueran peliculitas menores El color del dinero, La última tentación de Cristo, El cabo del miedo o La Invención de Hugo. Qué pesados son. No perdamos más el tiempo con ellos. 

La Invención de Hugo es la obra que, tarde o temprano, tenía que hacer un enfermo del cine, un señor que pasó su asmática infancia viendo una película tras otra. A partir de un inicial plano secuencia y de un prólogo que dejan sin aliento, la historia de un niño huérfano en el París de principios del siglo XX da paso a un homenaje a los orígenes del cine cuando era una mágica atracción de feria y a un sentido recuerdo al padre de los efectos especiales George Meliés. Scorsese nos da la oportunidad cinéfila de ver en pantalla grande fragmentos de aquellas películas, y de paso, nos vuelve a regalar, como tantas otras veces, un espectacular torbellino visual y narrativo.

Y si el cineasta neoyorquino ya había demostrado en innumerables ocasiones que es un certero diseccionador del mundo adulto, ahora nos convence de que también sabe acercarse al mundo de los niños con absoluta sensibilidad y empatía, a través de una historia de aires dickensianos ambientada en un París de atmósfera mágica y en una estación de tren, cálida y amenazadora a la vez, que funciona como un microcosmos dentro de la propia Ciudad de la Luz.

La Invención de Hugo es, en definitiva, un film que lejos de sobrar, completa una grandiosa filmografía que afortunadamente aún no está cerrada, pero que ahora es un poco más rica, más generosa, más poliédrica. Los que se quieran quedar sólo con el blanco o el negro, que les aproveche. Otro preferimos disfrutar de todo el círculo cromático.