lunes, 16 de diciembre de 2013

UNA MIRADA A PETER O´TOOLE (1932-2013)

-¿Qué es, comandante Lawrence, lo que tanto le atrae del desierto?
-Está limpio.

De Peter O´Toole recordaremos siempre esos penetrantes ojos azules en contraste con su tez morena y el ocre desierto, una imagen que le debemos a Freddie Young y su espectacular trabajo de fotografía en la colosal y al mismo tiempo intimista Lawrence de Arabia (1962). Porque, panorámicas y secuencias bélicas grandilocuentes aparte, lo que David Lean y O´Toole consiguieron principalmente fue profundizar con maestría en el retrato psicológico de un personaje enigmático.
Pero O´Toole fue mucho más que Lawrence. En mi cinefilia particular está incluso por delante otro héroe atormentado, Lord Jim (1965), aquel soñador de grandes aventuras que, tras un acto de cobardía, busca la redención a través de una segunda oportunidad. Personaje surgido de la pluma de Joseph Conrad y llevado al cine por el gran y todavía no lo suficientemente reconocido Richard Brooks, ese maestro en adaptaciones difíciles –Tenessee Williams, Dostoievski, Capote… y siempre lo hizo bien-. Aunque en su momento fue un fracaso, Lord Jim es pura épica, pura aventura, puro cine.
Su gusto por los perfiles de fracasados románticos le condujo inexorablemente a meterse en la piel del Quijote, en el musical El hombre de La Mancha (1972), junto a Sofía Loren. Formó también buena pareja con la Hepburn, Katherine, con quien protagonizó un intenso duelo interpretativo en El león en invierno (1968), y con la otra Hepburn, Audrey, compartiendo glamour en Cómo robar un millón (1966). Y por increíble que parezca, hasta nos caía simpático poniéndole los cuernos a la dulce Romy Schneider en la alocada y sixtie Qué tal Pussycat (1965). 
Clásico irlandés bebedor, se cuenta del rodaje de Becket (1964) que estuvo más tiempo borracho que sobrio, codo con codo con su compañero de reparto Richard Burton. Resulta hasta morbosamente divertido ver la película descubriendo las escenas más etílicas. Ni una pancreatitis aguda fruto de su aferramiento a la botella pudo en su momento con él, cosas de la casta irlandesa, y sus 81 años de existencia han dado para mucho, bueno y malo, aunque su presencia, por secundaria que fuera, siempre aportaba un distintivo de calidad, como en Troya (2004),  El último emperador (1987) y la inefable Calígula (1979).
Hay un diálogo en Lawrence de Arabia que quizá sea mi favorito, por ser el que al principio del film introduce al espectador directamente en la historia, y porque al mismo tiempo, ya avanza la compleja personalidad del protagonista. El funcionario de la inteligencia británica Dryden, interpretado por Claude Rains, explica los detalles de su misión a Lawrence.
-Gracias Dryden. Esto va a ser divertido.
-Lawrence, sólo hay dos especies que se divierten en el desierto, los beduinos y los dioses, y usted no lo es. Créame, para un hombre normal, el desierto es un horno ardiente.
-No, Dryden, va a ser divertido.
-Es sabido que tiene un curioso sentido de la diversión.
Entonces Lawrence se remanga la camisa con un gesto parecido al de un truco de magia, sonríe y con un soplido apaga la cerilla con la que ha encendido el cigarro de Dryden. En el momento exacto del soplido, corta el plano y pasamos a contemplar la majestuosa imagen de un desierto inabarcable, en cuyo horizonte comienza a asomar el sol. El inquietante silencio comienza a diluirse con las primeras y delicadas notas de Maurice Jarre in crescendo.
Así comenzaba la aventura, y la carrera de un actor irrepetible.

martes, 8 de octubre de 2013

FLOTANDO CON GRAVITY

"Acojona bastante estar sueltos por el espacio, ¿no?"





Si en 2.001: una odisea del espacio, el gran referente del cine espacial, Kubrick proponía al alucinado espectador la contemplación hipnótica y reflexiva de una experiencia audiovisual más allá de la narrativa convencional, en Gravity Alfonso Cuarón pretende inmiscuir directamente al público en la misma acción como un sujeto activo más dentro de una angustiosa historia de supervivencia extrema, en la que asistimos a  la lucha del ser humano contra el universo, contra la máquina y contra sí mismo. El cineasta mexicano consigue su propósito con una minuciosa y envolvente puesta en escena que produce vértigo y deja sin aliento, utilizando recursos como el plano subjetivo para adoptar el punto de vista de la protagonista -metiéndose directamente en su escafandra-, los larguísimos -y trucados- planos secuencia (que ya empleó magistralmente en Hijos de los Hombres) y el espectacular uso, más justificado que nunca, del 3D. Hay además imágenes de un lirismo apabullante, desde las que muestran el universo en todo su terrorífico esplendor, hasta las que recrean, en dos ocasiones, el nacimiento, o renacimiento, del personaje principal (inevitable volver a recordar el clásico de Kubrick).

Pero la película no es sólo un tour de force técnico y estético. Afortunadamente, detrás de las cámaras no está James Cameron. Si Gravity tiene alma es gracias a Sandra Bullock, una decisión sorprendente y acertada. Bien secundada por un George Clooney generoso y entregado a su consciente condición de acompañante, Bullock devuelve a Cuarón la confianza depositada en ella con el mayor esfuerzo interpretativo de su carrera -el largo plano en el que, totalmente desmoralizada, rompe a llorar, es de una intensidad emocional que acongoja-. La empatía del espectador con ambos personajes es el mayor éxito de una película, que de otro modo, hubiera sido un rotundo fracaso. Porque por encima del aspecto visual, del mareo de la cámara, de los efectos digitales y del 3D, éste es un film de actores, aunque sólo sean dos.

viernes, 5 de abril de 2013

AQUEL RATO CON JESÚS FRANCO


Ahora que Jesús Franco, 82 años y más de 200 películas después, nos ha dejado, a mi memoria ha vuelto con todo detalle aquel rato que pasé con él una mañana de enero de 2007 en Bilbao. Poco más de media hora de auténtico disfrute que pasó volando y en la que el máximo representante del fantástico, del terror, del erótico y del exploitation de serie B español compartió conmigo algunas de sus vivencias más jugosas. Junto a su inseparable compañera y musa Lina Romay, discreta y cómoda en un segundo plano y muy atenta a toda la entrevista, el tío Jess me explicó que, aunque no le gustaban las etiquetas, eso de "cine caspa" lo acuñó él mismo, y que comenzó porque trabajó durante un tiempo con un productor portugués que tenía, precisamente, eso, mucha caspa. Hablamos de algunos de sus actores fetiche, como Klaus Kinski y Christopher Lee, y de lo mal que le sentó que el productor le impusiera a Romina Power para encarnar a la Justine del Marqués de Sade. Me confirmó que pudo haber trabajado para la American International, la productora de su alter ego americano, el mítico Roger Corman, tras el éxito de su primera película importante, Necronomicon. Se explayó con el gran Luis Buñuel, a quien conoció después de que el Vaticano les calificara a ambos "peligrosos para la moral cristiana". Tildó de canallada la famosa Ley Miró de los 80, que buscaba la calidad frente a la cantidad, pero que, para Franco, se cargó la industria y el cine de género. Y se regocijó contándome que llegó a ser un buen músico de jazz, su otra gran pasión junto al cine.

Nunca olvidaré, por cierto, cómo me cortó abruptamente nada más comenzar la entrevista, exigiéndome que le tuteara: "no me trates de usted, por favor...".


Hubo más temas, más recuerdos, más preguntas, y también otras muchas que se quedaron en el tintero por falta de tiempo. Pero antes de terminar, le pregunté si se veía con un Goya honorífico tras una vasta, irreverente y psicotrónica trayectoria, y me respondió riendo que no, que el Goya pesa mucho. Curiosamente, lo recibió dos años después. Y también me aseguró que a pesar de su edad, seguiría haciendo cine, porque para él, dijo, era como respirar. Y así ha sido hasta el final. Sólo unos días antes de su muerte, se estrenaba en una distribución muy reducida su última película, Al Pereira vs. Alligator Ladies, testamento cinematográfico del director de Gritos en la noche, El conde Drácula, El castillo de Fu-Manchú, 99 mujeres, Vampyros Lesbos, Macumba sexual, Killer Barbys, y así hasta superar los 200 títulos, en los que siempre este director de culto tuvo presente su ya célebre máxima: Para hacer cine tan sólo es necesario una cámara y libertad.

domingo, 10 de febrero de 2013

KILLER JOE: FRIEDKIN SIGUE VIVO


Cuenta Peter Biskind en su imprescindible libro Moteros tranquilos, toros salvajes que William Friedkin, en la cumbre de su carrera con los éxitos consecutivos de French Connection (1971) y El Exorcista (1973), se comportaba como un chiquillo caprichoso, colérico y dictatorial, que en los rodajes despedía impulsivamente a cualquier miembro del equipo y que trataba con desprecio a los productores, a quienes veía como seres inferiores intelectualmente sin derecho a interferir en su trabajo artístico. Los mismos productores que sonrieron maliciosamente y se frotaron las manos cuando Friedkin empezó a encadenar fracaso tras fracaso, siendo el primero Carga maldita (1977), un batacazo que no hizo más que anticipar la caída de otros compañeros de generación con ínfulas de auteur, especialmente Cimino con La puerta del cielo (1980) y Coppola con Corazonada (1982). Cineastas que gobernaron Hollywood en los 70 y que, creyéndose invencibles, se dispararon en el pie hipotecando sus carreras para siempre. De aquella hornada, sólo Scorsese y Spielberg, cada uno a su manera, se mantienen aún en primera línea en este siglo XXI.


En definitiva, que desde finales de los 70 hasta hoy, la trayectoria de William Friedkin se ha movido entre la medianía, el olvido y la escasa repercusión. A veces de manera injusta, como en el caso de ese estupendo, vibrante y muy reivindicable policíaco, Vivir y morir en Los Ángeles (1985), una de mis películas favoritas, por cierto, o Jade (1995), buen thriller erótico a la estela del éxito de Instinto Básico.

Pero a sus 77 años, Friedkin ha demostrado tener todavía mucha mala uva y muchas cosas que contar con Killer Joe, una película de 2011 que todavía no ha llegado a nuestros cines, como tantos otros interesantes films perdidos e inéditos por estos lares, en un nuevo ejemplo de la miopía y la deficiencia de la distribución española.


Todo en Killer Joe es maloliente suciedad, física y moral, filmada sin medias tintas, escupida en la cara del espectador. Friedkin dibuja unos personajes, todos ellos en mayor o menor grado, despreciables, que se mueven mezquinamente en extrarradios y suburbios de atmósfera malsana, y saca de sus cinco actores principales interpretaciones sobresalientes, como la de un atípico Matthew McConaughey, demostrando una capacidad interpretativa muy por encima de los productos bobalicones que jalonan su filmografía.


La intensa y desconcertante secuencia final, con una explosión de violencia que salpica a todos los protagonistas, nos recuerda lo buen director que ha sido, que es, Friedkin, y nos deja también una evidencia algo triste: que, por las circunstancias que sean, se ha desperdiciado, durante demasiados años, a un gran cineasta.

domingo, 20 de enero de 2013

RECORDANDO A AUDREY


“Yo creo en el color rosa. Creo que la risa es la mejor forma de quemar calorías. Creo en besar, besar mucho. Creo en ser fuerte cuando todo parece ir mal. Creo que las chicas más felices son las más guapas. Creo que mañana será otro día y creo en los milagros”.

Son palabras de una de las estrellas más grandes del cine, Audrey Hepburn. Un mensaje lleno de vitalidad y optimismo cuando se cumplen 20 años de su muerte. Falleció el 20 de enero de 1993 en su casa de Suiza, con tan sólo 63 años, por un cáncer de cólon.


Audrey Hepburn es mucho más que una actriz, es un icono. Su belleza natural, su elegancia y su talento sólo fueron superados por una bondad que todos los que trabajaron con ella no dudaban en resaltar. Gregory Peck, que protagonizó con ella Vacaciones en Roma, el primer papel protagonista de Audrey y que le hizo ganar un Oscar, dijo que en ella no había ni pizca de mezquindad ni de egoísmo. El director del film, William Wyler, que la volvió a dirigir en otras dos películas, La calumnia y Cómo robar un millón, quedó impresionado por su prueba de cámara, que consistió en realizarle una serie de preguntas cuando no sabía que la cámara estaba grabando. Su espontaneidad hizo que Wyler no dudara en contratarla. El resultado, un clásico del cine, y el lanzamiento al estrellato de la actriz.
Pocas carreras en el cine tienen tantas películas emblemáticas: Sabrina, Una cara con ángel, Ariane, Guerra y paz, Historia de una monja, Charada, Desayuno con diamantes, My fair lady, Sola en la oscuridad, Dos en la carretera, Robin y Marian, y así hasta llegar a su último papel, el de un ángel, en el film de 1989 Always, de Steven Spielberg. Precisamente, el mismo día de su muerte, Elizabeth Taylor dijo que «Dios estaría contento de tener un ángel como Audrey con Él». Gregory Peck se convirtió en uno de sus amigos más íntimos, para Fred Astaire ella era una de las personas más encantadoras que uno podía conocer, Cary Grant dijo en una ocasión “todo lo que pido por Navidad es otra película junto a Audrey Hepburn”, y cuando a Rex Harrison le preguntaron quién fue el mejor acompañante de su carrera la nombró inmediatamente a ella. Incluso mantuvo la amistad con George Peppard, su partenaire en Desayuno con Diamantes, a pesar de que él era un actor del método, y su intensidad interpretativa molestaba a la actriz. Y tampoco habló mal, más bien al contrario, de Humphrey Bogart, que estuvo insoportable en el rodaje de Sabrina.


También se hizo amigo de ella el diseñador Hubert de Givenchy desde que la vistió precisamente para Sabrina. Es conocida la anécdota del origen de su amistad: cuando le dijeron a Givenchy que «Miss Hepburn» venía a verlo, pensó en Katharine Hepburn, no en Audrey. Aunque en un primer momento rechazó vestirla, rectificó a tiempo y ambos iniciaron una amistad que duró el resto de sus vidas, sin olvidar que Givenchy se convirtió en su diseñador casi oficial en posteriores películas. Gracias a esta amistad y colaboración, Audrey se convirtió en un icono de la moda, pero su papel favorito estaba lejos de la sofisticación: era el de la hermana Lucas en Historia de una monja. A Audrey le impactó conocer a su protagonista real, con la que tenía más de un paralelismo: ambas eran belgas y habían sufrido las consecuencias de la guerra.


Audrey nunca olvidó su infancia durante la Segunda Guerra Mundial en Holanda. En cierto modo, se veía a sí misma como la célebre Ana Frank, y de hecho, confesó que la lectura del famoso diario le impactó profundamente. Vivió una vida mucho más sencilla que la mayoría de las estrellas de Hollywood: prefería las casas a las opulentas mansiones, cultivaba su propio huerto, y se volcó en labores humanitarias con UNICEF, donde dejó una huella imborrable. Colaboró con ellos durante décadas, pero fue especialmente en los últimos años de su vida, tras ser nombrada embajadora de la organización en 1989, cuando viajó incansablemente a distintos países realizando numerosas visitas sobre el terreno. Aunque a ella le parecía poco todo lo que hacía, en la organización todavía se recuerda con admiración cómo sólo tres meses antes de su muerte, ya muy enferma, realizó un último viaje a Somalia. Como ella misma dijo: Nací con una enorme necesidad de afecto y una terrible necesidad de darlo.

Por eso, el fracaso de sus dos matrimonios supuso una gran decepción en su vida, y ella misma definió la pérdida de tres abortos espontáneos como lo más cerca que estuvo de volverse loca. Y es que su gran sueño siempre fue tener muchos hijos. Era tal su obsesión, que durante la filmación de Sabrina, Audrey y William Holden mantuvieron una relación sentimental, pero ella le dejó cuando él le confesó que se había hecho la vasectomía. Finalmente fue madre de dos hijos, uno con el actor Mel Ferrer, y otro con Andrea Dotti, un médico italiano.

Sin ninguna duda, no hay mejor manera de recordarla que evocando a su Holly Golightly de Desayuno con diamantes. Una de las pocas veces que se le pudo ver enfadada fue cuando el jefe de la Paramount dijo tras el pase previo de la película, que había que quitar la canción Moon River. Audrey se levantó de un salto de su asiento y Mel Ferrer tuvo que poner una mano en su brazo para frenarla. Contaba Henry Mancini, que compuso la canción expresamente para ella, que eso fue lo más cerca que la vio jamás de perder el control. Si Moon River está en la película, es por ella.


Es una secuencia inolvidable. George Peppard está tecleando en su máquina de escribir, oye música en la calle, se asoma a la ventana y ve a Audrey un piso más abajo, sentada en la salida de incendios, rasgando una guitarra y susurrando algo enigmático y evocador sobre un río de luna, viejo creador de sueños. El propio Mancini sentenció que a pesar de las múltiples versiones del tema, la de Audrey, que no era una cantante profesional, es la mejor, porque nunca nadie comprendió tan bien la canción como ella.